sábado, 24 de enero de 2015

A la madre...


Yo fui medio consentido por ser el hijo menor, y ya mi hermano mayor me llamaba: el preferido. Razones habrá tenido, que cuando me perseguía, detrás de ella me ponía y ya estaba defendido.

Si mi padre me mandaba a la cama sin cenar, la veía aparecer, haciéndose la enojada y a escondidas me pasaba la parte mía en un plato: ¡y a la próxima, te mato!, me decía y lagrimeaba.

 Aquél era tal mojado de lavar en la pileta, que retorcía tan inquieta, porque alguno le había avisado que su hijo se había peleado con otro chico en las esquina. Y al rato yo aparecía con un ojo amoratado.

Me acuerdo lo que sintió la vez del pantalón largo, fue un momento muy amargo, me miraba, me tocó, decía: ¡como creció, si ayer lo hacía dormir! Y al quererse sonreír, el llanto la traicionó.

Igual que mucho creí que sabía demasiado, por unos labios pintados del lado de ella me fui, y aquél día en que volví, arruinado y amargado, en vez de dejarme de lado, se puso a rezar por mí.

¡Cómo castiga la vida! ¡Cómo traiciona la gente! ¡Cómo se dobla la frente por un plato de comida! No hay uno que no te pida su parte por un favor, y se calcula el valor que pueda tener tu herida. Solo ella, solo ella comprende el dolor de tu mirada, porque su vista cansada desde niños nos entiende. Solo ella te defiende porque eres su misma sangre y solo te da una madre la amistad que no se vende.

Yo quería hacerle versos  como ella los merecía, los empecé tantas veces que no salgo del comienzo, ¡es que a una madre, es que a una madre, yo pienso! ¿Qué? ¿Qué se le puede escribir? Solo se puede decir, en la ternura, en la ternura de un beso.

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