sábado, 10 de enero de 2015

Jaime Sabines

Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco.

Cuando la cólera me muerde o cuando estoy triste, untado con el bálsamo de la tristeza como para morirme, apareces distante, intocable, junto a mí.

Me miras como a un niño y se me olvida todo, y yo solo te quiero alegre y dolorosamente. He pensado en la adoración de Dios, en la manteca y azufre de la locura, en todo lo que podido mirar en mis breves días. Tú eres como la leche del mundo, te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo, que puedo darte sino el cielo.

Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres: medalla, ojo de Dios, globo de plata, moneda de miel, mujer, gota de aire…pero la luna está en cielo y solo es luna. Inagotable, milagrosa como tú.

Yo quiero llorar a veces furiosamente, por no sé qué, por algo, porque no es posible poseerte y poseer nada…dejar de estar solo. Con la alegría que nace de un poema o con la ternura que en las manos de los abuelos tiemblan, te aproximas a mí y me construyes en la balanza de tus ojos, en la fórmula mágica de tus manos.

Un médico me ha dicho que tengo el corazón de bota, alargado como una gota. Y yo lo creo porque me siento como una gruta en que perpetuamente cae, se regenera y cae perpetuamente. Bendita entre todas las mujeres tú que no estorbas, tu que estás a la mano como el bastón del ciego, como el carro del paralítico.

Virgen aún para el que te posee, desconocida siempre para el que te sabe, qué puedo darte sino el infierno. Desde el oleaje de tu pecho en que naufraga lentamente mi rostro, te miro a ti, hacia abajo hasta la punta de tus pies en que principia el mundo. Piel de mujer te has puesto, suavidad de mujer y húmedos órganos en que penetro dulcemente. Estatua derretida, manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy y el caos que soy te preserva.

Mi muerte flota sobre ambos y tú me extraes de ella como el agua de un pozo. Agua para la sed de Dios que soy entonces, agua para el incendio de Dios que alimento.

Cuando la hora vacía sobreviene, sabes pasar tus dedos como un ungüento, pasarlos en los ojos emplumados, reír con la yema de tus dedos.

¿Qué puedo darte sino la tierra?

Sembrado en el estiércol de los días, miro crecer mi amor como los árboles a que nadie ha trepado y cuya sobra seca la hierba y da fiebre al hombre. Imperfecta, mortal, hija de hombres, verdadera. Te usurpo, ya lo sé, diariamente. Y tu piedad me usa a todas horas y me quieres a mí y yo soy entonces como un hijo nuestro largamente deseado.

Quisiera hablar de ti a todas horas en un congreso de sordos, enseñar tu retrato todos los ciegos que encuentre.

Quero darte a nadie para que vuelvas a mí sin haberte ido. En los parques en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo, donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños, te deseo, te sueño.
 
Que nostalgia de ti cuando no estás ausente. Te invito a comer uvas esta tarde, o a tomar café si llueve, y a estar juntos siempre, siempre…hasta la noche.

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